F. Javier Merchán Iglesias
En el mundo de la educación va tomando forma un problema que tendrá (ya tiene) perniciosas consecuencias en el funcionamiento del sistema y, sobre todo, en la formación que recibe el alumnado: la desmotivación del profesorado. Tenemos suficientes indicios para pensar que la cosa está ahí, y que tiende a desarrollarse como un tumor que afecta a todo el cuerpo educativo. Según un reciente informe publicado por la Fundación Santa María (SM) – Educo Barómetro. El profesorado en España 2023-, para el 36% de los docentes españoles su principal problema era el de la falta de motivación. Al mismo tiempo, aumenta el porcentaje de los que afirman que, si pudieran, abandonarían la profesión. Todavía no son muchos los que abandonan, pero cada vez son menos los que se decantan por la docencia. En algunos países de la UE, la escasez de profesorado es ya un problema. En España, de momento, esta escasez se manifiesta en algunas materias como, por ejemplo, Matemáticas. Parece que dedicarse profesionalmente a la enseñanza es una opción que va perdiendo atractivo entre los jóvenes, de manera que corre peligro la sustitución de los miles de profesores y profesoras que se jubilarán en los próximos años.
Pero el problema más inmediato es la desafección de los que hoy ejercen el oficio. La práctica de la enseñanza, como otras en las que se trabaja con seres humanos, requiere una alta dosis de implicación personal. La falta de motivación genera desapego. En el informe citado anteriormente, el 38% del profesorado español declaraba que su estado de ánimo más habitual es el distanciamiento y la indiferencia. A este respecto, afirmaba la coordinadora de la investigación que “los docentes están poniendo cierta distancia emocional como mecanismo de autodefensa ante una serie de problemas que escapan muy seguramente a su rol como educadores».
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Desde hace ya algún tiempo se viene hablando de la crisis de identidad de la profesión docente, es decir, de la dificultad de establecer con una mínima precisión qué es lo que debe hacer un profesor o profesora, o sea, explicar en qué consiste su trabajo. Si tiempo atrás parecía claro que el oficio consistía básicamente en la transmisión de conocimiento y en la evaluación del grado de adquisición por parte del alumnado, hoy, en la práctica, no parece que esta sea ya la única de sus tareas, y, a veces, ni siquiera la más importante. Son muchos y muy notables los cambios que se han producido en la función de la escuela y de la educación, cambios que inevitablemente afectan al papel de los docentes, especialmente en la secundaria. Todo problema social se ha convertido en educativo o se ha trasladado al ámbito de la educación, de manera que el profesorado ha de afrontar situaciones hasta ahora inéditas en la profesión y, además, hacerlo con pocos recursos. Así, en muchos casos, la trasmisión de conocimiento se convierte en tarea secundaria, e incluso la de la evaluación del alumnado en una función cuya autoridad es cada vez más discutida por la administración y las familias. El conflicto de identidad está servido.
Por si no fuera bastante, las políticas educativas imperantes a nivel mundial en los últimos años, no hacen sino agravar esta crisis de identidad. Estas políticas, centradas en la capitalización de la mano de obra y en la consecución de objetivos, convierten a los docentes en meros intermediarios del comercio de los resultados. Por lo demás, son políticas que confían el éxito de la gestión del sistema escolar a una suerte racionalidad tecnoburocrática basada en verdades seudocientíficas, que hacen de profesores y profesoras terminales ciegas que se ocupan de completar innumerables documentos que todos saben de escasa o nula efectividad. A la perplejidad que supone hacerse cargo de tareas que hasta ahora resultaban ajenas a la enseñanza propiamente dicha, se suma la desazón de comprobar que esas fórmulas mágicas, no sólo no ayudan a resolver los nuevos conflictos de la escolarización, sino que ahondan la crisis de identidad de la profesión docente.
En el caso de la Educación Secundaria Obligatoria, a todo lo anterior hay que añadir la indefinición que ha supuesto conjugar ese carácter obligatorio y universal con el sesgo selectivo que sigue manteniendo, asignando, además, la docencia en esa etapa a un colectivo de docentes cuya formación está diseñada para otra cosa. De manera que tenemos a un profesorado formado para enseñar materias con estilo preuniversitario, que, en realidad, tiene que hacerse cargo de otro tipo de educación.
De nada sirve añorar un pasado que ya no existe ni necesariamente fue mejor. Así que toca reconfigurar el lugar del docente en este nuevo panorama, pensar en una nueva profesionalidad, lo que seguramente pasa por adoptar un nuevo modelo de profesorado desde la formación inicial. Entretanto, convendría adoptar medidas que amortigüen los efectos perniciosos que produce la desmotivación, simplificando, por ejemplo, aquellas tareas –como las burocráticas- que contaminan innecesariamente la función docente. En todo caso, no vendría mal repensar el lugar de la Educación Secundaria Obligatoria en el conjunto del sistema educativo. Pero esto son palabras mayores que ya no caben en este artículo.