Docentes y reforma del currículum

No es de extrañar que, desde hace ya algún tiempo, en la literatura que acompaña a las leyes educativas, decretos, circulares, instrucciones y órdenes de todo tipo, se haga referencia de forma reiterada y distinguida a la autonomía pedagógica de los centros o del profesorado. Sin embargo, paradójicamente, quizás nunca en la historia de la educación hemos conocido una época en la que las administraciones educativas hayan actuado con más voluntad de prescripción, detallando hasta  límites insospechados lo que deben hacer los centros escolares y, particularmente, los docentes, incluso en el interior de las aulas. Basta fijarse en cómo a lo largo de los años ha ido aumentando el número de páginas que los boletines oficiales dedican a  las normas sobre los contenidos, métodos y evaluación de la enseñanza: Mientras que, por ejemplo, la regulación de las enseñanzas de la  ESO ocupaba en la LOGSE cuarenta y tres páginas del BOE, en la LOE fueron noventa y siete, con la LOMCE se llegó a casi doscientas (376 si se incluye el Bachillerato), y ahora, con la LOMLOE, andamos por las doscientas diecinueve. Lejos del discurso sobre currículum flexible, asistimos en realidad a una política curricular cada vez más rígida, lo que deviene y se manifiesta en una profusión de actividad burocrática que está terminando por cambiar la identidad de la profesión. Esta dinámica prescriptiva no ha surgido de la nada, obedece a los sesgos que en este ámbito ha ido adquiriendo la política educativa, sesgos  que a continuación tratamos de explicar.

El funcionamiento del sistema educativo se ha comparado con el de un enorme buque en el que los órdenes del capitán pasan por muchas instancias intermedias, de manera que la actuación del último marinero que debe ejecutarlas no responde exactamente a aquellas instrucciones. Efectivamente, desde que la norma parte de la administración hasta que llega a su aplicación en el aula por parte de los docentes, son muchos los agentes y procesos de intermediación, hasta el punto de que – a diferencia de lo que ocurre en otros sectores del entramado del estado- no está garantizado que se aplique en la práctica lo que se ha determinado en el papel, es decir, la voluntad de los gobernantes. Digamos que, en este ámbito,  la política educativa  adolece de una extrema debilidad, puesto que carece de capacidad suficiente para que se ejecuten sus decisiones.

En este proceso quizás uno de los elementos más ingobernables (aunque no el único)  es precisamente la actuación de los docentes, particularmente (aunque no sólo) en el interior de las aulas. A este respecto, es cierto que, en muchos casos, el profesorado pone en marcha estrategias de resistencia que  modifican, transforman, dificultan o hacen inviable la puesta en práctica de las disposiciones emanadas de la administración educativa. Con frecuencia estas estrategias de resistencia obedecen a razones e intereses corporativos más o menos legítimos, sobre todo cuando las disposiciones afectan negativamente al estatus de los docentes; y no me refiero exclusiva ni fundamentalmente a su estatus socio laboral (aunque también), sino, muy especialmente, a su papel en el proceso de enseñanza. Generalmente (no siempre en todos los casos), junto a la transmisión de conocimiento, la actividad docente está constreñida por la necesidad de gobernar la clase, lo que requiere disponer de un mínimo de recursos que lo hagan posible, entre ellos el de gozar de un estatus privilegiado y reconocido en el aula: cualquier fórmula que –intencionadamente o no-cuestione o debilite ese estatus, corre el riesgo de ser inaplicable -al menos parcialmente- debido a la resistencia que opone el profesorado. Y esto es lo que ocurre con algunas de las fórmulas que emanan de la administración para el desarrollo del currículum prescrito.

Así pues, intereses corporativos de uno u otro signo explican en parte que los designios de la política curricular no siempre sean cabalmente ejecutados por los docentes. Sin embargo, en otros casos, el profesorado no responde fielmente a las instrucciones de la administración educativa, no porque no quiera hacerlo, sino, sencillamente, porque no puede. Efectivamente, los diseños curriculares suelen elaborarse por expertos del mundo de la pedagogía, la didáctica o la psicología, por gestores de la administración y, en general, por personal alejado del campo de la práctica de la enseñanza. En cualquier caso, es bastante frecuente que sus autores estén imbuidos de cierto idealismo pedagógico que tiende a confundir los deseos con la realidad, desconociendo o ignorando la dinámica que gobierna el desarrollo de la clase. A este respecto, suele ocurrir que la aplicación del diseño curricular y de muchas de las instrucciones que de él se derivan, resultan total o parcialmente inviables, lo que –de manera casi involuntaria- conduce a los docentes, bien a ignorarlas directamente, o, más frecuentemente, a reformularlas para adecuarlas a las circunstancias  que condicionan la práctica de la enseñanza. De esta forma, muchos de los objetivos y estrategias de la política curricular acaban  transformándose en prácticas distintas, cuando no incluso contradictorias con las pretendidas. En estos casos no se trata de que los profesores pongan en marcha fórmulas deliberadas  de resistencia, sino, más bien, de la necesidad que tienen de afrontar los problemas prácticos que plantea la aplicación en el aula de las instrucciones sobre el currículum.

Lo cierto es que, por uno u otro motivo, voluntaria o involuntariamente, vemos que, efectivamente, los docentes, lejos de colaborar activamente en la aplicación de la política curricular, pueden convertirse en un obstáculo. Y así suele ser considerado por la administración educativa, es decir un problema que trata de controlar con fórmulas a prueba de profesores, problema que afrontan detallando al máximo sus instrucciones sobre el currículum y estableciendo mecanismos de control y rendición de cuentas. Esta suerte de desconfianza se alimenta también en la presunción de que carecen de los conocimientos necesarios para la puesta en marcha de las reformas curriculares que se suceden sin fin. De hecho, esa desconfianza puede constatarse observando que cada una de esas reformas se acompaña con planes de formación del profesorado con vistas a conseguir una ajustada  aplicación. Como se verá más adelante, las reformas del currículum se sirven de dispositivos cada vez más complejos, constructos tecno-burocráticos para cuyo desentrañamiento no es suficiente el conocimiento profesional adquirido con la formación inicial, o con la derivada del ejercicio de la práctica. Por este motivo, las reformas curriculares contienen, cada vez en mayor medida, prolijas explicaciones acerca de su estrategia. 

Precisamente en relación con esto, encontramos otra de las razones que explican la prolijidad de la literatura curricular en los boletines oficiales y el carácter cada vez más prescriptivo de sus directrices. Sobre el eterno problema de la mejora de la educación, la política educativa de los últimos años se apoya en planteamientos cientificistas y tecno-burocráticos, ignorando la naturaleza sociopolítica y cultural de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Efectivamente, suponiendo que el campo de la educación opera con la misma lógica que el de los fenómenos físico-naturales, se adopta la creencia de que existe una fórmula, una técnica, que puede  resolver  de una vez por todas el problema del fracaso escolar. Así, se terminan asumiendo artefactos y dispositivos construidos con elementos de una pedagogía seudocientífica y, sobre todo, con piezas de mecanismos de gestión de problemas provenientes de campos muy distantes como el mundo de la empresa o de la administración general. La recontextualización de esos dispositivos, es decir, su adaptación al mundo de la educación, termina produciendo extraños híbridos difícilmente reconocibles por los actores del sistema educativo. Digamos que la comprensión del mecanismo y de sus instrucciones de uso, requiere como mínimo el dominio de una jerga, de un idioma específico cuyo conocimiento no se adquiere en la formación inicial (pues ese idioma cambia periódicamente con cada reforma curricular), ni forma parte del conocimiento profesional.

De aquí que la extensa literatura de los decretos curriculares, no se ocupa exclusiva ni fundamentalmente en determinar qué es lo que  se debe enseñar y conviene que sea aprendido. Una parte importante de esas numerosas páginas se emplean en describir la maquinaria o  dispositivo que constituye el currículo escolar: un sudoku endiablado. Sí en su momento ya pareció complicado dividir los contenidos escolares en conceptos, procedimientos y actitudes, lo de ahora es para sobresaliente. Como se sabe, por ejemplo, en el último decreto de enseñanzas mínimas  de la ESO son varias las piezas que componen ese  dispositivo: Objetivos, competencias clave, descriptores operativos de esas competencias clave, perfil de salida, competencias específicas, saberes básicos, criterios de evaluación y situaciones de aprendizaje. No es de extrañar que ante semejante engrudo se tenga que  dedicar mucho espacio a explicar a los posibles lectores o lectoras el significado de cada uno de esos términos que, además, cambian  con cada nueva ley.

En definitiva, como ya dijera Cuban, las reformas curriculares que se suceden en los últimos años poco cambian de forma significativa lo que ocurre en el interior del aula, son como el huracán en la superficie del océano que apenas afectan al fondo y que, una vez pasa, deja intacto lo fundamental. Ciertamente una parte de ese fracaso se debe a la resistencia que, por unos u otros motivos, plantea el profesorado, pero, en última instancia el problema reside en el conflicto que subyace entre los planes y deseos reformistas y la estructura íntima de la escolarización, conflicto que necesariamente los docentes tienen que resolver a modo de supervivencia.


[1] * Una versión resumida de este artículo se publicó en algunos diarios del grupo Joly: https://www.diariodesevilla.es/opinion/tribuna/sudoku-curriculum-escolar_0_1678632247.html